Homenaje al
AUSENTE DEL AÑO 2012


Andrés Alcaraz Alcaraz


EL AUSENTE:

En el Eclesiástico, uno de los libros más célebres del Antiguo Testamento, podemos leer:

Quien se frota los ojos saca lágrimas, quien se hurga el corazón hace brotar sentimientos.

A partir de este momento, siguiendo las enseñanzas del sabio proverbio, hurgaremos en nuestros corazones con el único fin de hacer brotar de ellos sentimientos; sentimientos de admiración y gratitud hacia la tierra que nos vio nacer, ya que, El Fontanar, no es, ni puede ser considerado, una minúscula aldea perdida en la inmensidad de la campiña. Sobre el solar de aquel viejo cortijo afloró muy pronto un conjunto de ideales e intereses que sirvieron para unir en perfecta amalgama las costumbres más dispares que traían los nuevos pobladores. De esta manera surgen los primeros sentimientos de arraigo hacia la tierra que los acoge y alimenta. Sentimientos forjados a golpe de reja y azada durante las otoñales sementeras, soportando el sol abrasador en las eras y tajos de siega o entre olivares bajo la escarcha de los duros inviernos. Sentimientos que acaban formando un prieto racimo de pequeñas historias, vivencias cotidianas de unas gentes sencillas, humildes, esforzadas e íntimamente unidas por vínculos de sangre y amistad. Entre tanta diversidad surge un vivero de sobrios labriegos, jornaleros de rostro enjuto y manos encallecidas; un selecto ramillete de mujeres y hombres curtidos bajo el sol abrasador de la campiña cordobesa coronados por el laurel de la nobleza andaluza y campesina. Jornaleros temporeros, eso fueron nuestros antepasados, lejanos y no tan lejanos, jornaleros con hambre de pan y de tierra. Así los llamaría Blas Infante en su Ideal Andaluz.

La estructura monolítica de propietario único del viejo cortijo desaparece con la llegada y asentamiento de los nuevos propietarios y aparceros. Con ellos, El Fontanar se convierte en un conglomerado de familias que luchan por sobrevivir en medio de la adversidad. Al fuerte endeudamiento por la compra de tierras que labran le sigue la Guerra Civil, una guerra fratricida de consecuencias desastrosas; dolor, miseria y pobreza aparecen por doquier. La década de los cuarenta fue muy dura para el campesinado andaluz, en lo económico, en lo político y también en lo social. Los nuevos pobladores de El Fontanar, gentes de humilde condición y cuna, no son ajenos a estas circunstancias. Ni el reconocimiento legal ni tampoco el nombramiento del primer Alcalde, aun siendo conquistas importantes, consiguen crear una conciencia colectiva capaz de impulsar la lucha por el desarrollo social de la nueva aldea. Por aquellos días la represión política de la dictadura es dura y como consecuencia de ella el silencio y la sumisión obligados. La incomunicación continúa con los pueblos del entorno, la falta de saneamientos, electricidad y agua potable en las precarias viviendas unidas a la inexistencia de escuelas donde educar a los hijos son temas que en la primera parte de los años cincuenta es difícil plantear, y mucho menos exigir.

En 1954 se produce un hecho de gran trascendencia social para El Fontanar. De Puente Genil, gracias a la mediación de don Joaquín, cura párroco de Santaella, llega en donación la imagen de una Virgen. Se trata de la Virgen de los Desamparados que trae como único ajuar una pareja de palomas blancas; —las palomas de la Virgen las llama el pueblo llano de inmediato—. Un hecho sin trascendencia aparente, si no fuera porque en torno a la sagrada imagen llegada de tierras pontanas se crea una asociación cívico-religiosa que tendrá una importancia capital para el desarrollo posterior de El Fontanar, una organización conocida con el genérico nombre de Hermandad. Nace así la Hermandad de la Virgen de los Desamparados, La nueva entidad aglutina a la totalidad de los vecinos de la aldea y de aquellos que viven en las casillas de la periferia. En su seno se forja una verdadera conciencia colectiva y surgen con fuerza, a pesar del yugo opresor de la dictadura, las primeras reivindicaciones sociales. A la petición de una capilla para la Virgen, quizás la primera por la influencia que ejercía el cura sobre la recién creada Hermandad, se unen otras de mayor trascendencia: carretera, electricidad, escuelas, saneamientos, agua potable… Alguna de estas justas reivindicaciones no se vieron satisfechas hasta una veintena de años mas tarde con el advenimiento de la democracia.

De aquellos años quedan recuerdos imborrables en la memoria colectiva de El Fontanar, uno de ellos, quizá el primero, el memorable recibimiento tributado a la Virgen. Le siguen muy de cerca otros no menos importantes, como las anécdotas vividas en la escuela de Silverio, la llegada de la luz eléctrica, la construcción de las primeras escuelas públicas, (año 1957), costeadas con dinero y mano de obra de la entusiasta vecindad o la conversión en carretera del camino que une la aldea con Santaella. Una sucesión de hechos y reivindicaciones sin precedentes en la sumisa y callada España de la época, hechos en los que la Hermandad siempre estuvo en vanguardia. En este sentido podemos asegurar, sin temor a caer en trasnochados chovinismos religiosos, que la llegada de la Virgen de los Desamparados resultó milagrosa para los habitantes de El Fontanar, pues a la sombra de la venerada imagen nació y creció una conciencia colectiva de gran importancia en la consecución de logros sociales posteriores. Aún así, para llegar a este Fontanar moderno que hoy disfrutamos, hubo que recorrer un largo camino; un camino que no siempre fue de rosas. Numerosos familiares de aquellos primitivos colonizadores se vieron obligados a emigrar para poder subsistir o para desarrollar unas capacidades que aquí les estaban vedadas, a ellos y a sus hijos. Algunos, muy a su pesar, jamás pudieron regresar.

A mediados de los cincuenta la situación económica en El Fontanar, como en otras comarcas andaluzas, empeoraba por días. La falta de jornales en el campo amenazaba con hacerla insostenible. Mi familia fue una más entre las afectadas por la terrible plaga de la emigración, aunque tuvo la hermosa recompensa de un temprano regreso.

Tras esta breve licencia personal continuaremos caminando por la senda de los recuerdos y lo haremos enlazando historia y sentimientos. La historia reciente de un viejo cortijo llamado Fontanar, que luchó por ser pueblo hasta conseguirlo, convergerá con los sentimientos de un barbilampiño mozalbete llamado… Qué mala memoria la mía, cómo he podido olvidar el nombre de este muchacho, mas no importa, de aquí en adelante, lo llamaremos Ausente; y que conste, puede ser cualquiera de aquellos jóvenes que corrían a galgos y liebres en uno de los relatos anteriores. De su mano pasearemos por senderos del ayer y que hoy permanecen imborrables en nuestra memoria colectiva, senderos donde realidad y fantasía se funden y confunden en un abrazo fraternal.

Para nuestro amigo, al que por haber olvidado su verdadero nombre, hemos convenido en llamar, El Ausente, El Fontanar se convirtió muy pronto en el paraíso donde convergían todos sus sueños. En una vieja casona, convertida en ocasional escuela, aprendió que su añorada aldea debía nombre a una fuente cercana. Un pilar con alcubilla de adobe, dos caños de hierro forjado y una caja rectangular realizada en cantería de piedra donde la luna, a espaldas de los luceros, baja a bañarse cada noche. El Pilar se encontraba, y por fortuna todavía se encuentra, ubicado en terreno realengo junto a un paso de ganado; un camino, de los llamados "de carne", que conducía hacia Montalbán y la Rambla. Desde la distancia, cada tarde, El Ausente escucha su llamada. ¡Cuántas historias de amor nacieron y crecieron en las inmediaciones del viejo pilar! ¡Ay si las piedras hablaran! Y si las fuentes, además de reír hablaran, más de una paisana de nuestro protagonista, mocita, madre o abuela, se ruborizaría al reconocer como propio algún beso robado por el galán de sus sueños, uno de los besos que de forma permanente y perpetua se mecen en el cristal de sus aguas. El Ausente, desde la distancia, sueña despierto y, al no poder refrescarse con ellas, se consuela recordando los versos de Alberti y compartiendo añoranza con el poeta gaditano cuando se encontraba en el exilio:

…Aunque no estaba la fuente,
la fuente siempre sonaba.
Y el agua que no corría
volvió para darme agua...

Con frecuencia, siempre en el recuerdo, acompañado por una dama llamada Nostalgia, transita por los caminos que con pies de niño anduviera antaño; unas veces lo hace corriendo y otras tantas descalzo. Del Pilar, tras zambullir la cabeza en el agua, arroyo abajo, parte hacia La Huerta de Juanico Aguilera, no sin antes haber gateado por los gruesos troncos de las frondosas higueras de Enrique Trujillo, escudriñando entre las espesas ramas en busca de alguna breva madura. ¡El paladar se le endulza al pensar en ellas! Deja atrás La Alameda y el ruidoso trinar de los numerosos pajarillos que anidan en las copas de los árboles. La tentación le vence y alguna piedra se le escapa hacia la fronda en busca de algún gorrión despistado. Por fortuna para ellos, El Ausente no tiene la puntería de Carraña y suele fallar casi siempre. Recordando las peripecias del ínclito Carraña se le va el santo al cielo. Cuántas veces su risa contagiosa le hizo llorar. A borbotones, como si manaran de los caños del pilar, llegan a la memoria del Ausente los recuerdos. Los veranos pasados en cortijos de la amplia campiña santaellana: Mingoillán, La Dehesilla y Martín Gonzalo, entre otros, veranos enteros que, látigo en ristre, pasaron juntos guardando cochinos ajenos. ¡Qué tiempos aquellos…! De porqueros oficiaban tres esforzados jornaleros: Enrique Gálvez, apodado "El Gato"; Antonio Alcaraz, conocido por "Morcillo" y Andrés "Ballares". Tras ellos, de zagales, Carraña, el Meques y nuestro amigo, El Ausente, Tres patas de un banco ideales para la risa y el juego. En alguna ocasión estuvieron a pique de ahogarse haciendo piragüismo con un dornajo por las aguas, cristalinas entonces, del Arroyo Monturque, hoy sucio y pestilente Río de Cabra. ¡Qué tiempos aquellos…!

También especiales resultaban las noches de feria en Santaella. A todas horas dando vueltas sin parar por aquel coqueto paseo circular, hoy desaparecido, situado a las puertas del Ayuntamiento; o camino del Arenal, Corredera arriba, Corredera abajo. ¡Cómo indica el nombre de la calle, siempre corriendo! Unas veces tras una pandilla de juguetonas jovenzuelas que los llamaba catetos; otras, para matar el aburrimiento, pues dinero en los bolsillos llevaban poco. ¡¿Y qué decir de las mañanas del Viernes Santo en la Plaza del Ayuntamiento, cuando los Pasos, primorosamente ornamentados y debidamente ordenados, esperaban el fervoroso sermón del Señor Cura?! A los inquietos mozalbetes de El Fontanar, que siempre iban en pandilla, poco o nada les interesaban las encendidas loas del prelado. Ellos, en cuanto callaban los tambores corrían presurosos al puesto de la cañadús, situado al pie de la Muralla. Clavar la gorda negra en una de aquellas cañas tenía premio y proporcionaba un placer indescriptible. Pocas veces acertaban, El Ausente ninguna. Éste debía conformarse comprando un canuto del dulce manjar, un trozo que debía compartir con los amigos. Dos reales costaba. ¡Toda una fortuna! Carraña era el único que conseguía premio ¡Qué puntería la suya! El dueño del puesto, velando por sus intereses, le tenía prohibido tirar más de una vez. ¡Qué tío más malaje! —pensaban los amigos de Carraña contrariados. Tras los inevitables recuerdos, bajo la tupida sombra de la alameda, El Ausente se deleita escuchando el silbo del viento en el cañaveral del Arroyo de la Huerta, un silbo acompasado por una batuta invisible al armonioso croar de las ranas. Tampoco aquí resiste la tentación de lanzar un terrón al agua, en este caso, con la única intención de asustar a los inocentes batracios. Aunque, a decir verdad, el miedo, cuando menos, era compartido. Luego de las obligadas travesuras juveniles ataca la empinada Cuesta de la Huerta, resbalones en invierno y polvo en verano. A paso lento camina por la estrecha senda que lo conducirá hasta la aldea. Va jadeante, le falta el resuello. Se detiene un momento. Atrás quedan numerosas casillas diseminadas por el amplio valle como perlas de un rosario de jade: La Huerta, Bigote, Quijada, Los Carillas las más cercanas. A media distancia el cortijo de El Pozo del Villar y Canillas y en la lejanía, como un largo brochazo de cal sobre el horizonte aparece Montalbán, pueblo hermano y querido, sinónimo de exageración y ceceo. Con qué gracia imitaba Genoveva Ballares el habla y jerga montalbeña: "¡Han llegao unos jordaos y traen unos japatos…" —solía repetir con frecuencia provocando ríos de risa entre sus acompañantes.

Por fin se acabó la cuesta, parecía interminable. El Ausente llega cansado, sudoroso, exhausto. ¡¿Qué tendrá el sol de mi tierra que hasta en el recuerdo quema?! —piensa para sus adentros derramando un largo y profundo suspiro. La tarde languidece. La brisa que al anochecer envuelve El Fontanar hasta en el recuerdo es fresca... El vello se le eriza… Como de una fuente cristalina continúan manando los recuerdos. Por el Voladizo se asoma al Pilar de Atrás. Ante unos ojos de asombro, esparcidas por la amplia hondonada, aparece otro puñado de pequeñas cortijadas: Maldonao, Gómez, La Noria, Calambre, Manolico, Ballares… ¡Cuánta vida pegada a la faz de la tierra, al surco y a la reja! ¡Cuántos sueños se esconden bajo aquel imponente manto de estrellas! ¡Cuánta hambre de pan y de tierra padecieron y aún padecen los hombres y mujeres que laboran estas tierras! ¡Y cuántas travesuras inconfesables vividas en las noches de "prao" cuando el sueño daba paso a madrugas de insomnio cuajadas de historietas!

A lo lejos divisa las parcelas de la Catalineta, chozos, eras y almiares arañando el horizonte. Hasta los oídos, arrastrado por el viento de poniente, le llega el eco ronco de las campanas de la iglesia de La Asunción. Llaman a los feligreses a la oración de la tarde. Santaella se presiente cercana. El Ausente deambula sin rumbo por las callejas de la aldea hasta encontrar la que en otro tiempo fuera su morada. Ante ella se detiene pensativo, le tiemblan las piernas. Allí, al otro lado de la estrecha calle, polvo en verano, barrizal en invierno, descubre los restos del gallinero y la zahúrda; aquí, junto a la vivienda donde pasara su infancia, la cuadra. A un lado, la casa de Marcelo y Josefa, al otro la de Rafalillo también, como Josefa, hermano de su padre. Detrás la de Vicente y a continuación la de Caramelo. Por momentos, al Ausente le parece sentir los halagos de Lucera, la perrilla que tantas veces lo acompañara de niño, y a su primo Chimpillo gritando a su hermana Josefa: ¡¿Dónde vas, nena?! ¡A la casa del chacho Rafalillo a ver a Josele! —le respondía ella haciendo un repulgo de incomprensión y desacuerdo.

La puerta de la casa permanece entornada. Desde el rebate observa la chimenea. Unas granzas de paja, la calefacción de los pobres, humean sobre la peana. En la cornisa aún permanece colgado el ennegrecido candil, la luz de antaño, tremolando su débil y lánguida llama. Sentada en una silla de anea con las patas recortadas imagina a la abuela Natalia zurciendo calcetines. ¡Qué hermosura de arrugas, qué elegancia de canas, qué dulzura de besos, y qué sabrosos los hoyos de aceite con azúcar que le echaba la abuela a media mañana y al caer la tarde! En el fondo de la habitación, cubierta por un paño de encaje, asoma la vieja máquina de coser. Tiene la manivela gastada de tanto girar. Apoyada sobre la pared la artesa de amasar el pan. ¡Cuántos recuerdos! Imposible evitar que sus ojos se humedezcan y cubran de niebla. La nostalgia le empuja hacia el horno. El viejo horno de leña, hoy desaparecido, era de uso público, pero todos, en el Fontanar, lo cuidaban como propio. Por el Pasadizo, empieza a percibir el olor a pan caliente y a tortillas de Navidad recién hechas. ¡Huele a Gloria! Cierra los ojos y, de repente, encuentra a su madre frente a la piquera del horno. Lleva amapolas prendidas en los mofletes de la cara, horquillas doradas en el pelo y la luz del amanecer en los ojos. Ella no lo ve, está ensimismada con el mete y saca; así, como en la célebre adivinanza, le enseñaron a llamar a la pala de hornear en la escuela de Silverio.

La imaginación crece. Los recuerdos, como ocurre en los cuentos, cobran vida y se convierten en bellas imágenes. La Navidad se acerca, Los aceituneros regresan del campo. La chiquillería corre en el Llano tras una pelota de trapo sorteando charcos y barro. Un grupo de jóvenes, jugando a ser mozuelas consumadas, cantan y bailan una vieja copla campesina. Aceituneros del pío pío,entre las patas tienen un nío… ¿De gorriones…? ¡De gorriones! ¡Y tos pelones! —rematan sin ningún tipo de pudor en medio de un enorme griterío. Las estrellas resplandecen en la noche de El Fontanar, la Noche buena ha llegado, El Ausente sueña despierto. Panderetas y zambombas salen a la calle para festejar el gran momento. La comparsa de improvisados campanilleros canta villancicos populares de casa en casa. Los peces beben en el río una y otra vez... beben y beben y vuelven a beber... Corre el aguardiente… Bulle la alegría. En el Llano preparan una gran hoguera para recibir al Niño. ¡Pa que no pase frío! ¡Que es muy pequeñico el recién nacido! —grita Enriquillo.— ¡Venga, muchachos, cantad villancicos y traed más leña! —anima José Pastrano a los inquietos mozalbetes— En las dos tabernas-tiendas, tanto en la de Curro como en la de, El Rubio, se apuran copas y se dan parabienes antes de la cena más copiosa e importante del año. ¡Tabernero, llena las copas qué es Nochebuena! —espeta Trincheras con su peculiar gracejo—. ¡La noche del reventón! —remacha el bucólico Vicente desde la otra esquina del mostrador.

Todas las historias tienen un final. Esta no, esta, por ser una historia real basada en sentimientos de añoranza y gratitud, continúa forjándose de forma indefinida; continúa y continuará mientras una sola persona de El Fontanar tenga que abandonar su tierra arrastrada por el viento de la necesidad. El frescor de la noche devuelve la razón a nuestro amigo, El Ausente, y lo transporta a la cruda realidad del presente. El Fontanar y su niñez quedan muy lejanos en el tiempo. Aquella tarde, cómo tantas otras, desde la distancia, siempre mirando al sur, encaramado al tren de los recuerdos, volvió a soñar despierto mientras de su alma nacía un caudaloso río de versos.

Esta es mi tierra,
así es mi gente,
la que huele a olivo y a jara,
a sudor y a tomillo, a decente.

Mi gente se despierta con el canto del gallo,
saludando al nuevo día con orgullo renovado.
Mi gente camina con la cabeza erguida
y una sonrisa permanente en los labios.

Mi gente habla con Dios en directo,
sin rodeos ni intermediarios,
con el corazón abierto de par en par,
desde la huerta y la besana,
desde el olivar y la cantera...

Y ante el Padre Eterno levantan sus manos,
cuajadas de cayos y yagas
por la dureza del trabajo
con el que a diario se ganan el sustento.

Y Dios contempla a mi pueblo lo bendice.
Bendice a esta tierra y a esta gente,
trabajadora y valiente,
la que huele a olivo y a jara,
a sudor y a tomillo… ¡A decente…!

¡Así es mi tierra…!
¡Esta es mi gente…!

Andrés Alcaraz Alcaraz